La reforma de la malversación dará carta blanca a la impunidad

El 9 de diciembre de este año 2022 se conmemoró el inicio de la celebración del vigésimo aniversario de la Convención contra la Corrupción de la ONU.  Y precisamente este señalado 9 de diciembre, olvidando los avances y progresos de estas últimas décadas en la lucha contra la corrupción,  ha sido el momento elegido para introducir en el debate parlamentario una muy desacertada propuesta de reforma del delito de malversación.

La modificación planteada persigue sustituir la regulación vigente de la malversación, que actualmente se configura en el amplio concepto de la administración desleal del patrimonio público, para volver a la limitada estructura y redacción previa de 1995, que solamente consideraba punible la concreta apropiación de bienes públicos.

La vuelta a la redacción de 1995 es un auténtico retroceso en la lucha contra la corrupción, ya que se hace tabla rasa de todos los avances que se han ido configurando en la regulación legal de la malversación a lo largo de los años, singularmente desde la Convención de las Naciones Unidas.

1/ Disfunciones de la regulación de 1995.

La actual regulación de la malversación, del año 2015, supone una mejora técnica-jurídica de notable importancia, debiendo señalarse que la vuelta a la desfasada regulación de 1995 supondrá volver a transitar por la decepción de los numerosos procedimientos judiciales en los que, aunque se  había probado la existencia de actos de corrupción sin embargo no era posible la condena por las carencias técnicas de aquella regulación. Sirva como ejemplo el escándalo de la funeraria municipal de un Ayuntamiento que, valorada en más de 7 millones de euros, fue vendida en subasta pública por la vergonzosa cantidad de 0,60 €. Y pese a la gravedad del hecho el Tribunal Supremo no pudo condenar, ya que el delito de malversación en la redacción de 1995 no tipificaba supuestos como el de la venta de patrimonio público por debajo de su precio. Por el contrario, la actual regulación de 2015, en su concepto de administración desleal, sí permite la persecución de este tipo de actuaciones corruptas.   

2/ El ánimo de lucro y de dualidad punitiva atenuada.

Tampoco es correcto el retorno al superado concepto del ánimo de lucro en la malversación. En este tipo de corrupción lo determinante no es que la autoridad o funcionario se lucre o trate de beneficiar a un tercero, sino el perjuicio que se causa a la ciudadanía. La malversación es un delito de daño a la Administración y al patrimonio público, lo que excluye la necesidad de que se tenga que incluir un ánimo de lucro.

Y también es un error pretender establecer un tipo de malversación atenuada para aquellos supuestos en los que sin existir ánimo de apropiación se destine a usos particulares y ajenos el patrimonio público.  El desvío de lo público de su destino, con beneficio de los usos privados y ajenos a la función pública, no debe ser merecedor de una penalidad atenuada. Así, la frialdad técnica de la tipicidad penal merece en el presente supuesto ser puesta frente al espejo de la realidad y los supuestos concretos de la vida cotidiana. Es el caso, entre otros ejemplos habituales, de un alcalde que cede el uso, a una mercantil privada para actividad de discoteca, de los bajos de un edificio público, inicialmente proyectado con destino a escuela infantil municipal. La actuación, gravísima, con la enmienda de reforma de la malversación se configuraría con una pena de tan solo 6 meses de prisión.

3/ La penalidad.

La enmienda para la modificación del delito de malversación pretende volver a la regulación típica de 1995 pero manteniendo las penas de 2015, lo que tampoco parece disuasorio ni acertado y ello porque la penalidad que se fija en los ordenamientos jurídicos comparables de la Unión Europea resulta ser más severa, senda que debería seguirse en el ordenamiento interno.

Así, en el derecho francés el delito equiparable a la malversación, «la soustraction et détournement de biens», recibe la pena de diez años de prisión; y en el código penal italiano el artículo 314 castiga la apropiación por el funcionario de dinero o cosa mueble -tanto pública como privada- con prisión de tres a diez años.

4/ Conclusiones.

La modificación pretendida del delito de malversación supone dar carta blanca a la impunidad en la malversación, limitando las posibilidades de lucha del sistema contra esta lacra de la democracia.

La vuelta a la regulación de 1995 del delito de malversación provocará que numerosas actuaciones, que son contrarias a la correcta Administración y a la adecuada utilización del patrimonio público, no serán debidamente perseguidas, lo que afectará a la calidad de los servicios destinados a la ciudadanía, ya que la corrupción conlleva una mengua en la calidad de la educación, la sanidad, la protección social y restantes actividades del sector público.

 

Juan Vega

Letrado de la Agencia Valenciana Antifraude

*Este artículo fue publicado en el periódico “El Mundo” en su edición nacional y se puede consultar aquí

https://www.elmundo.es/opinion/columnistas/2022/12/14/6398bb0efc6c834f048b45e5.html

Los olvidados del TREBEP

Los olvidados del TREBEP

Las leyendas urbanas cuentan que la norma más conocida y citada de todos los ordenamientos jurídicos del mundo es la Quinta Enmienda de la Constitución Norteamericana de 1791. Las crónicas jurídicas (Swerdlow, 1982) recogen como uno de los momentos históricos de la utilización de la Quinta Enmienda la comparecencia de Blanche Posner, una profesora jubilada integrante de la WSP (Women Strike for Peace), que se acogió a la Quinta hasta 44 veces en la misma audiencia ante la HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses). Ella, junto con sus compañeras, que también siguieron la misma línea de defensa, sumaron hasta 145 invocaciones en el mismo proceso de la norma de la Constitución Norteamericana que permite a los testigos negarse a responder cuando las respuestas pueden incriminarlos. En la práctica jurídica de nuestro ordenamiento jurídico nacional los preceptos legales sobre los que existe consenso como más utilizados y citados son, también, dos artículos de la Constitución de 1978, el 14 y el 24. El primero, regulador de la igualdad, y el segundo de la tutela judicial efectiva y del derecho a la defensa. En el lado contrario de la fama, en el lugar donde habita el olvido, se encuentran los artículos menos utilizados y desconocidos de nuestro ordenamiento jurídico, que al parecer de parte de la doctrina resultan ser los artículos 52 a 54 del TREBEP. LOS OLVIDADOS DEL TREBEP: los artículos 52 a 54 del Texto Refundido del Estatuto Básico del Empleado Público. El Código de Conducta de los empleados públicos es el gran olvidado en nuestro ordenamiento jurídico administrativo, mereciendo señalarse que tal abandono lo ha sido tanto por la doctrina, como por los procesos selectivos desarrollados por las Administraciones Públicas, como (en ocasiones) por la formación que se imparte a los empleados públicos una vez que ingresan a la función pública, como, consecuentemente por su falta de aplicación, por la jurisprudencia que emana de Juzgados y Tribunales. La regulación del Código de Conducta se encuentra, para sorpresa de numerosos empleados públicos que desconocen tal cuestión, recogido con rango de ley en los artículos 52 a 54 del Capítulo VI del Título III del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público. El TREBEP establece la regulación del Código de Conducta de los empleados públicos (art. 52), detallando los principios éticos que deberán respetar (art. 53) así como los principios de conducta a que están sujetos (art. 54). A continuación analizaremos y justificaremos en este texto la afirmación de que los artículos reguladores del Código de Conducta de los empleados públicos son los grandes olvidados de nuestro sistema jurídico público, debiendo adelantarse desde este momento que parte de la doctrina ya ha venido apuntando esta conclusión, aunque sin detallarla y extenderla, razón que impulsa y justifica este trabajo, y en tal sentido tenemos que hacer nuestra la contundente conclusión que nos recuerda que “el Código de Conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido” (Jiménez Asensio, 2020). 1. La doctrina: la tardía ética administrativa y las dudas sobre los códigos éticos. Las preocupaciones de modernización y reforma de la función pública en nuestro ordenamiento jurídico han pivotado fundamentalmente sobre los aspectos burocráticos, organizativos y de control (Irurzun Montoro, 2010). Así, la preocupación del legislador, y de gran parte de la doctrina, se centró en el estudio de la Administración Electrónica, y muy en concreto en la integración de las nuevas tecnologías en las instituciones clásicas de nuestro derecho administrativo, siendo preterido el estudio de la ética en el marco de la Administración. No será hasta la primera década del siglo XXI cuando, los conocidos y abundantes casos de corrupción producidos en el marco de la actividad política -y de forma conexa en las propias Administraciones Públicas- han dado lugar a reflexiones doctrinales que culminarían con la regulación de comportamientos éticos de la actividad pública. Desde este momento se afianzará una preocupación doctrinal por el comportamiento y cualidades éticas y morales de los empleados públicos. La doctrina ha venido utilizando indistintamente, para esta figura desconocida hasta el momento en nuestro derecho público, las denominaciones de ética pública o ética política (Villoria Mendieta 2007), pareciendo a nuestro juicio más acertada la denominación de ética administrativa (Gracia Romero & Latorre Vila, 2007). El estudio doctrinal de la ética administrativa se sustenta en dos grandes pilares; por un lado, aquella rama del conocimiento que atiende y persigue la explicación de la ética de la propia organización pública; por otro lado, el segundo enfoque de la ética administrativa atiende al estudio de la ética del personal al servicio de la propia Administración. La ética de los empleados públicos en la que se integra el Código de Conducta también es susceptible de ser analizada desde dos prismas conceptuales: el negativo y el positivo (Carro Fernández-Valmayor, 2010). El enfoque negativo atiende a la construcción de una ética limitativa, esto es, aquella que pretende evitar comportamientos fraudulentos o corruptos. La ética positiva o extensiva por el contrario pretende, en contraposición, una mejora o apasionamiento del sentido del servicio público, huyendo de la represión de conductas para buscar el fomento de valores. 2. La eficacia jurídica de los Códigos de Conducta y su aplicación por los Juzgados y Tribunales. La problemática de la eficacia jurídica de los artículos 52 a 54 del TREBEP reguladores del Código de Conducta, pese a su indudable inclusión en una norma de carácter legal, surge desde el mismo momento en que fue aprobado el Estatuto Básico del Empleado Público en el año 2007, y ello porque ya en aquella exposición de motivos el legislador, tras señalar la innovación que suponía en nuestro sistema jurídico la configuración de “un auténtico código de conducta”, inmediatamente precisaba a renglón seguido que el mismo se incluía en el Estatuto con “una finalidad pedagógica y orientadora”. La dificultad dogmática que surge de la propia exposición de motivos se acentúa ante el tenor literal…

Integridad y ética Pública: implantación y control

Integridad pública: Dar prioridad a los intereses públicos por encima de los intereses privados. Alinearse con los valores, principios y normas compartidos por la comunidad. Ética pública: gobernar y gestionar lo público haciendo las cosas bien. La corrupción es todo lo contrario. Es la degradación de la ética y la integridad. Deteriora el Estado de derecho e impide su funcionamiento normal amenazando los principios constitucionales que lo inspiran, especialmente el del sometimiento de todos los poderes públicos al ordenamiento jurídico, el de la igualdad de todos ante la ley o la obligación de la Administración Pública de servir con objetividad los intereses generales de conformidad con el art. 103 de la CE. En una conferencia dentro de las actividades formativas de la Agencia Valenciana Antifraude, el catedrático de historia de la filosofía de la Universidad Complutense, José Luis Villacañas, afirmaba que la corrupción no solo nos roba dinero sino también la dignidad, a partes iguales, y su enquistamiento sistémico abre el camino a la tiranía y a la arbitrariedad. El malogrado y también profesor José Vidal-Beneyto sostuvo siempre que la lucha contra la corrupción es el desafío fundamental de nuestra democracia y llamaba a un movimiento general de reprobación contra las prácticas corruptas en el que se implicara la ciudadanía. El primer fiscal anticorrupción que tuvo España, Carlos Jiménez Villarejo, también en una conferencia pronunciada en Valencia con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, sostenía que el fenómeno de la corrupción en los Estados democráticos tiene causas estructurales que guardan relación con la organización del Estado, sus Administraciones Públicas y la ordenación de los poderes públicos. Entre otras, por la insuficiencia de los controles cuando abdican de sus funciones bien por pasividad, bien por complicidad más o menos encubierta. Y podríamos seguir con citas de otros estudiosos de la integridad y la ética pública, Victoria Camps, Manuel Villoria o Adela Cortina quienes confluyen en situar en el eje fundamental de cualquier sistema político y de gobernanza el deber de hacer lo que está bien desde la ejemplaridad de sus gobernantes. De nada sirve exigir al ciudadano comportamientos éticos y cumplimiento normativo si quienes están en la cúspide del poder no dan ejemplo. La integridad se construye por arriba y su efecto cascada impregna al conjunto de instituciones. El marco de la integridad pública en un Estado de derecho, proyectable a cualquier administración pública territorial o institucional, es un sistema jurídico que se edifica a partir del firme propósito de los respectivos máximos representantes por cumplir la ley y en consecuencia combatir la corrupción. Son necesarias normas legales seguidas de conductas ejemplares en su sólido cumplimiento. Sin normas y sin cultura de cumplimiento es imposible poner fin a las inercias que nos vienen de siglos de abusos y desvíos de poder y de apropiación de lo público en beneficio de intereses privados. Con normas, pero sin cultura de cumplimiento, le abrimos las puertas al cinismo social. Tampoco es bueno que los sistemas de cumplimiento que poco a poco se van incorporando se queden en meras formalidades dirigidas únicamente a salvar responsabilidades. El ciudadano siente la Administración Pública como la superestructura desde donde se debe dar servicio a las necesidades de la sociedad resolviendo los problemas que afectan al interés general. La buena gobernanza es el camino para luchar contra una de las lacras que más daño hace a la democracia y a la economía. La corrupción detrae recursos públicos para entregarlos a tecnoestructuras u organizaciones criminales que pueden incrustarse en nuestras administraciones y gobiernos. Según la OCDE entre un 10% y un 30 % de los grandes proyectos de obras se pierden por ineficacia de los controles y por mala gestión. Según el FMI, hasta 60.000 millones de euros pierde España por conductas corruptas o irregulares. Sólo, en malas prácticas en la contratación pública, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) cifra en 40.000 millones de euros estas pérdidas. Y por si no fuera suficiente, el Tribunal de Cuentas Europeo, detectó en 2013 que la construcción de 1000 m2 de autopista cuesta en España en iguales condiciones orográficas el doble que en Alemania. Hace pocos meses, la CNMC sancionó a las seis mayores constructoras españolas porque durante 25 años han estado concertándose para repartirse las adjudicaciones de los grandes contratos públicos… la lista de indicadores es interminable. Podemos sostener que en nuestro ecosistema público el interés general y el bienestar común ha estado en demasiadas ocasiones marginado en favor de intereses personales, corporativos o grupos de interés que, con estrategias de puertas giratorias, sobornos, tráfico de influencias, financiaciones ilegales de partidos, etc. han tomado decisiones al margen de los canales democráticos y los intereses generales, pensando únicamente en sus propios beneficios. El urbanismo depredador y especulativo, por ejemplo, dejó en mi tierra, Valencia, un reguero de esqueletos de hormigón y territorio convertido en eriales, destruyó el sistema financiero de toda una comunidad al hundir sus dos grandes cajas de ahorro y un banco, los tres centenarios. Y todo se hizo gracias a que muchas instituciones autonómicas, municipales o del propio Estado sucumbieron irresponsablemente al inmenso poder del beneficio rápido y la economía especulativa. Aún estamos pagando aquel castillo de arena que se derrumbó en 2008 al tener que asumir el Estado la deuda privada generada por tanta codicia e irresponsabilidad. Asimismo, buena parte de los servicios que la administración pública debe garantizar a los ciudadanos, han ido perdiendo con el tiempo su naturaleza de servicios públicos para pasar a ser concesiones privadas de gestión opaca y objetivo apetitoso para grandes empresas cuya capacidad de influencia y de poder son en muchas ocasiones superiores a la propia capacidad de las administraciones para controlarles o ponerles coto. Este desequilibrio se ha traducido en la captura de lo público por corporaciones que no rinden cuentas ante nadie y que extraen rentas de los ciudadanos a través de tasas y precios con escaso o deficiente control público. Como resultado de recientes actuaciones de la agencia que dirijo, tras la correspondiente…