Desincentivando el incentivo: ¿Qué nos mueve?

En 2007, un joven consultor disfrutaba de sus ascensos laborales gracias a su gran valía en computación. En mayo de 2013, decide abandonar su propio país para dar alerta de lo que, posteriormente, supondría una de las mayores irregularidades cometidas por una de las primera potencias económicas y militares del mundo: Estados Unidos estaba vigilando ilegalmente a muchos ciudadanos y autoridades de otros países, bajo la garantía del secreto de Estados. Su acción, denunciar públicamente y enfrentarse a las acusaciones y a una persecución, se llevó a cabo tan solo por “principios” [1], sin ningún tipo de incentivos. Para incrementar las probabilidades de que esas denuncias se produzcan, se utilizan una serie de incentivos que puedan facilitar la percepción de que, a través de esa acción, el individuo recibirá algo a cambio. “Hay que usar incentivos para favorecer o facilitar acciones particulares” [2]. Bajo ese lema, las economías intervenidas han delegado sobre los incentivos la función a la que ellos difícilmente pueden llegar por una falta de recursos sobre ciertos entornos. Si el Estado no puede, los ciudadanos que lo conforman pueden ser los encargados de llevar a la Justicia a aquellos que han incumplido las normas. Sobre esa base nacieron los cazarrecompensas (bounty hunter), agentes privados mayoritariamente americanos que recorrían el territorio recuperando fugitivos o ejecutando las finanzas, sin las mismas garantías y responsabilidades que las autoridades oficiales. El Dr. King Schultz acompañado de Django, recorriendo el territorio de Texas en busca de los criminales más buscados del sur de Estados Unidos nos recuerda como durante un tiempo fue el método más “eficaz” de impartir justicia. Parece una cuestión de agilización procesal, pero se ha convertido en una cuestión psicológica y social: nuestro diseño social ha sido transformado por nuestro sistema político y económico, por eso los incentivos tienen un mayor o menor efecto según donde nos encontremos. ¿Pueden estos incentivos económicos ser una persuasión a los ciudadanos?: podrían serlo. El peligro de los premios se ha materializado a lo largo de nuestra historia: desde los chivatazos durante el III Reich, hasta nuestra propia historia, en la que surgieron riquezas sobre terratenientes y miles de ciudadanos perdieron sus fincas por denuncias anónimas sobre la ideología política contraria de otros. En esa línea, lo que al inicio se concebía como un elemento de persuasión para atraer información, acabó convirtiéndose en un elemento de coacción Estatal, a través del cual el Estado ejercía violencia sobre unos pocos, con la colaboración de los otros tantos. Sin embargo, ha transcurrido un tiempo prudencial sobre el que los incentivos han evolucionado y han dejado de tener ese significado (al menos por ahora). Para lo que nos compete, el incentivo que aporta eficacia a la detección y corrección de las irregularidades administrativas o ilícitos penales se confunde con premios económicos a labores éticas. En un mundo ideal, todos los ciudadanos denuncian motu proprio aquellas irregularidades que presencian: un policía nacional me intenta sobornar para quitarme una multa, un alcalde contrata a su cuñada, o mi vecino del sexto piso no da de alta a su asistenta. Así parece ser el ejemplo que nos intentan transmitir desde la región nórdica, que barre bien su trinchera de actitudes inmorales sobre el propio territorio. Sin embargo, en el otro lado de la balanza, la región norteña del continente americano nos transmite que el mejor método para intentar llegar a un mundo ideal es otorgar cuantías económicas a los ciudadanos, porque, y siguiendo a Ruth W. Grant, esos incentivos “son los hilos que nos mueven”. Observados los números, en Estados Unidos se otorgan cuantías desorbitadas por denunciar tramas corruptas, llegando a hacer multimillonarios a muchos denunciantes de corrupción. ¿Son esos los hilos que les mueven? En nuestro territorio, teniendo en cuenta que carecemos de una regulación estricta a nivel nacional sobre estos puntos que hemos tratado, los denunciantes de corrupción declaran que no hay premio que supla sus carencias: el problema no está en el premio, está en la justicia. Nuestros incentivos no se parecen a los de nuestros vecinos, porque nuestra sociedad no es igual que la sociedad americana, nos separa el océano atlántico y diversos procesos históricos que han tenido influencia en nuestra evolución como sociedad. Por ese motivo y muchos otros, parte de la doctrina actual rechaza los incentivos económicos como forma de motivar a la sociedad, pero sin aportar respuesta al problema. Se rechaza “porque sí”, sin contribuir con posibles recomendaciones para otorgar incentivos a los denunciantes, cuando la realidad demanda elementos que incentiven esas denuncias. Varios estudios no solo ponen el foco sobre la justicia, sino también sobre la diferencia social que afecta a esa concepción: en territorios donde el coste de denunciar es mucho mayor, los premios económicos son la clave para desarrollar una política criminal adecuada contra la corrupción. Esa obligación “cívica” ciudadana de denunciar corrupción se convierte en algo que estorba al propio ciudadano, porque no conoce la repercusión que tiene la corrupción sobre su día a día, y le supone una carga difícil de afrontar, paliando ese aspecto negativo con recompensas económicas atractivas para las clases más bajas. Así lo explican Soares y Tenshin [3] cuando justifican la importancia de los incentivos económicos sobre países con una frontera amplia de clases, pero su inutilidad en aquellas sociedades donde no existe una marcada desigualdad. Mayor protección, garantía en el anonimato de las denuncias, terceros facilitadores de información, protección al entorno familiar, asesoramiento jurídico gratuito, asistencia psicológica y garantía de que el proceso no conllevará ningún coste para el denunciante. Estas podrían ser las medidas lógicas para tener en cuenta – sobre todo considerando que son, muchas de ellas, peticiones de los denunciantes de corrupción – pero hoy no se consideran porque no está en debate su figura, sino lo que se espera de sus denuncias, más allá de la inclusión de los canales de denuncia. Pero, para que esos canales de denuncia tengan un uso efectivo y no queden sobre lo que Concepción Campos identifica adecuadamente como “bla bla bla”,…

Planes Antifraude ¿Bla, bla, bla? AVAF

“Bla, bla, bla”…, con esta onomatopeya la activista Greta Thunberg resumía el resultado de la cumbre del clima de Glasgow, de la COP 26, en relación con los acuerdos alcanzados y el impacto real que tendrá en los objetivos perseguidos, en resumen, pura fachada y discurso vacío. Esta misma sensación es la que estoy teniendo yo con la exigencia de Planes Antifraude que establece  la Orden HFP/1030/2021, de 29 de septiembre, por la que se configura el sistema de gestión del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, con la que se pretende dotar de un marco de integridad a las entidades responsables de la gestión del Plan de Recuperación. Una reflexión previa. La inexistente cultura generalizada de planes/programas/sistemas de integridad o de Compliance (cumplimiento), y no sólo como un objetivo deseable desde la perspectiva de la cultura institucional de buen gobierno y de buena administración, sino también cuando existe una obligación legal concreta y exigible, como así sucede en materia de contratación. Como hemos señalado reiteradamente, la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP) recoge una clara apuesta por la integridad y, específicamente, en el art. 64 impone a los órganos de contratación el deber de tomar las medidas adecuadas para luchar contra el fraude, el favoritismo y la corrupción, y prevenir, detectar y solucionar de modo efectivo los conflictos de intereses que puedan surgir en los procedimientos de licitación con el fin de evitar cualquier distorsión de la competencia y garantizar la transparencia en el procedimiento y la igualdad de trato a todos los candidatos y licitadores. Obligación que, al margen de algunos ejemplos excepcionales, como el Plan de Integridad en la Contratación Pública del Ayuntamiento de Vigo (cuya consulta recomiendo) no se ha visto cumplida con carácter general, por lo que sigue siendo necesario contar con un robusto sistema de incentivos para el cumplimiento, y parece que en este caso, el acceso a la financiación que contemplan los Fondos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR) puede ser suficiente. O no. Antes de entrar en materia, la obligada crítica que merece lo selectiva que es esta obligación. Pues se enmarca exclusivamente como un deber para los proyectos y subproyectos en los que se descomponen las medidas (reformas/inversiones) previstas en los componentes del PRTR, y no para el conjunto de la gestión pública. Como si el destino de los demás fondos públicos, que se sufragan, en gran parte, con los impuestos de la ciudadanía, no fuera merecedor de garantizar su correcta utilización, para la defensa del interés general y la mejora de los servicios públicos. Se replica, de este modo, la técnica utilizada ya en su día por el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Esta norma pretendía fijar un marco de ejecución con el que evitar los obstáculos administrativos y los cuellos de botella detectados y que sólo merecen ser eliminados para esta finalidad, no para la gestión pública ordinaria. Planes Antifraude ¿obligatorios? La Orden Ministerial contempla en su artículo 6 la obligación de que toda entidad, decisora o ejecutora, que participe en la ejecución de las medidas del PRTR deberá disponer de un «Plan de medidas antifraude». La finalidad de esta imposición es que le permita garantizar y declarar que, en su respectivo ámbito de actuación, los fondos correspondientes se han utilizado de conformidad con las normas aplicables, en particular, en lo que se refiere a la prevención, detección y corrección del fraude, la corrupción y los conflictos de intereses, como refuerzo de dichos mecanismos y dando así cumplimiento a las obligaciones que el artículo 22 del Reglamento (UE) 241/2021 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de febrero de 2021, impone a España en relación con la protección de los intereses financieros de la Unión como beneficiario de los fondos del MRR. ¿Desconfianza en la gestión pública? No debemos verlo así, no se trata de una velada acusación, es de sobra conocido que la integridad constituye uno de los pilares que vertebran la gestión de la Unión Europea, que traslada e impone a los Estados miembros en la ejecución de los fondos. Existe un precedente claro, la gestión de los Fondos EDUSI, que había supuesto ya un paso adelante en relación con los estándares éticos en la gestión, al imponer distintas obligaciones, como la declaración de conflictos de intereses, contar con códigos éticos, comisiones y otras cuestiones. Pero ahora, con la exigencia de los conocidos como planes antifraude se da un paso más y esperemos que se extienda con mayor alcance que el PRTR. Aunque en realidad, el incumplimiento forma parte del ADN de nuestro modelo. Como  muestra,  un botón. El plazo para ejecutar las labores de transposición de la Directiva (UE) 2019/1937 Del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de octubre de 2019 relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, a pesar del tiempo transcurrido y de su inclusión en el Plan Anual Normativo, la ley de transposición ni está ni se la espera, en el plazo establecido, 17 de diciembre de 2021. Algunas observaciones de interés De la lectura de la Orden Ministerial se desprende el mecanismo de funcionamiento de los Planes Antifraude, pero hay un par de observaciones que debemos resaltar. La primera, el plazo. 90 días, qué osadía, cómo es posible elaborar un Plan Antifraude en tan poco tiempo. Yo le doy la vuelta a la pregunta, cómo es posible que en septiembre del año 2021 no tengamos un sistema de integridad en las administraciones públicas, cómo con un marco normativo en materia de transparencia y buen gobierno, con multitud de órganos autonómicos y locales, especializados en la prevención y la lucha contra el fraude y la corrupción, la primera reacción de la mayoría de entidades públicas, de sus responsables y empleados, ha sido criticar lo exiguo del…

La delgada línea entre la irregularidad administrativa y el delito en contratación pública

Desde hace varios años, se están resolviendo numerosos procedimientos de exigencia de responsabilidades penales a autoridades y funcionarios en materia de contratación pública. El delito más común es el de prevaricación en la contratación administrativa. Y es que, ya advertía Juan Bravo Murillo en la exposición que realizó a la Reina Isabel II, en el año 1852, del peligro de la contratación pública: “Señora: Autorizado competentemente por V.M., previo acuerdo del Consejo de Ministros, presentó el de Hacienda a las Cortes en 29 de diciembre de 1850 un proyecto de ley de contratos sobre servicios públicos, con el fin de establecer ciertas trabas saludables, evitando los abusos fáciles de cometer en una materia de peligrosos estímulos, y de garantizar la Administración contra los tiros de la maledicencia…». Pero, ¿cuándo estamos en presencia de una conducta delictiva y cuando no? Afortunadamente, no toda infracción administrativa, no toda irregularidad en la tramitación de un expediente, no toda omisión de un trámite legalmente exigido puede ser calificado como constitutivo de un delito de prevaricación. Pero la línea entre una irregularidad administrativa y un delito resulta un tanto difusa. El delito de prevaricación administrativa, según lo dispuesto en el art. 404 del Código Penal, hace referencia “a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”. La injusticia contemplada en el Código Penal supone un «plus» de contradicción con la norma jurídica que es lo que justifica la intervención del derecho penal. La jurisprudencia ha mantenido que para que una resolución administrativa se pueda calificar como delito de prevaricación, es preciso que su ilegalidad sea «evidente, patente, flagrante y clamorosa», llamando la atención sobre la cuestión de la fácil cognoscibilidad de la contradicción del acto con el derecho. Para apreciar la existencia de un delito de prevaricación, una reiterada jurisprudencia (ver SSTS 1021/2013, 26 de noviembre) ha señalado que será necesario: a) una resolución dictada por autoridad o funcionario en asunto administrativo; b) que sea objetivamente contraria al Derecho, es decir, ilegal; c) que esa contradicción con el derecho o ilegalidad, que puede manifestarse en la falta absoluta de competencia, en la omisión de trámites esenciales el procedimiento o en el propio contenido sustancial de la resolución, sea de tal entidad que no pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable; d) que ocasione un resultado materialmente injusto; e) que la resolución sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la voluntad particular de la autoridad o funcionario y con el conocimiento de actuar en contra del derecho eliminando arbitrariamente la libre competencia en un injustificado ejercicio de abuso de poder. En este sentido, no es la mera ilegalidad sino la arbitrariedad lo que se sanciona. Como vemos, la prevaricación administrativa comporta una “arbitrariedad a sabiendas”. No es suficiente la mera ilegalidad, pues ya las normas administrativas prevén supuestos de nulidad controlables por la jurisdicción contencioso-administrativa sin que sea necesaria en todo caso la aplicación del Derecho Penal, que quedará así restringida a los casos más graves (STS 359/2019, de 15 de junio). Y, si bien no toda ausencia de procedimiento aboca al tipo penal, la misma tendrá relevancia penal si de esa forma lo que se procura es eliminar los mecanismos que se establecen precisamente para asegurar que su decisión se sujeta a los fines que la ley establece para la actuación administrativa concreta en la que adopta su resolución. Son, en este sentido, trámites esenciales (STS nº 331/2003, de 5 de marzo). Para apreciar la contradicción del acto administrativo con el derecho, han manifestado los tribunales que: – se ha de tratar de una contradicción patente y grosera (STS de 1 de abril de 1996), – o de resoluciones que desbordan la legalidad de un modo evidente, flagrante y clamoroso (SSTS de 16 de mayo de 1992 y de 20 de abril de 1994), – o de una desviación o torcimiento del derecho de tal manera grosera, clara y evidente que sea de apreciar el plus de antijuricidad que requiere el tipo penal (STS de 10 de mayo de 1993), – o bien del ejercicio arbitrario del poder, cuando la autoridad o el funcionario dictan una resolución que no es efecto de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico sino, pura y simplemente, producto de su voluntad, convertida irrazonablemente en aparente fuente de normatividad, y el resultado es una injusticia, es decir, una lesión de un derecho o del interés colectivo, y cuando la arbitrariedad consiste en la mera producción de la resolución -por no tener su autor competencia legal para dictarla- o en la inobservancia del procedimiento esencial a que debe ajustarse su génesis (STS de 23 de octubre de 2000). Se podrá apreciar la existencia de una resolución arbitraria cuando omitir las exigencias procedimentales suponga principalmente la elusión de los controles que el propio procedimiento establece sobre el fondo del asunto (STS 743/2013, de 11 de octubre y STS 152/2015, de 24 de febrero, entre otras). Respecto del concepto de “resolución administrativa”, el Tribunal Supremo, en su sentencia de 24 de febrero de 2015, establece que dicho concepto “no está sujeto a un rígido esquema formal, admitiendo incluso la existencia de actos verbales, sin perjuicio de su constancia escrita cuando ello resulte necesario. Por resolución ha de entenderse cualquier acto administrativo que suponga una declaración de voluntad de contenido decisorio, que afecte a los derechos de los administrados o a la colectividad en general, bien sea de forma expresa o tácita, escrita u oral, con exclusión de los actos políticos o de gobierno así como los denominados actos de trámite (vgr. los informes, consultas, dictámenes o diligencias) que instrumentan y ordenan el procedimiento para hacer viable la resolución definitiva. ¿Es posible mantener que existe una criminalización del derecho administrativo?. La doctrina en algunas ocasiones ha mantenido que actualmente…