De los planes antifraude a los planes de integridad

El nuevo marco jurídico de la integridad pública a raíz de la Directiva Whistleblowers y la Orden HFP 1030/2021. La función de las Agencias Antifraude   El pasado 29 de septiembre el Ministerio de Hacienda y Función Pública aprobaba la Orden 1030/2021 por la que se configura la gestión del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia[1], PRTR en lo sucesivo, con el objetivo de que las Administraciones Públicas adapten los procedimientos de gestión y el modelo de control conforme a los estándares requeridos por la Unión Europea tanto desde el punto de vista formal como operativo y todo ello circunscrito exclusivamente a la gestión de los fondos europeos. Según la citada Orden ministerial los procedimientos a los que se remite deben contemplar los requerimientos establecidos para alcanzar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, la cohesión territorial, el respecto al medio ambiente, los incentivos a la digitalización, la lucha contra el fraude y la corrupción, debiéndose identificar los beneficiarios últimos de las ayudas, así como los contratistas y subcontratistas. La propia Orden reconoce de este modo que los requerimientos enunciados no se contemplan en las administraciones públicas españolas, inmersas en su dinámica de “gestión tradicional”, con el alcance exigido por la Unión Europea, y por ello deben introducirse necesariamente para así lograr los objetivos previstos para la ejecución de los fondos procedentes del Programa NextGeneration(UE)[2]. En otras palabras, y por lo que respecta a la lucha contra el fraude y la corrupción, la Orden vendría a decir: Que las Administraciones Públicas españolas carecen de mecanismos homologables a los estándares mínimos exigidos por la UE en materia de lucha contra el fraude, la corrupción y los conflictos de intereses. Que el ámbito al que la citada Orden se dirige es exclusivamente a la gestión de los fondos europeos del PRTR. Que el resto de los fondos y especialmente los fondos propios cuyo origen son los tributos de todos los españoles, al quedar fuera del ámbito de la Orden, no interesan planes antifraude y se pueden seguir gestionando en la manera “tradicional”. El propio Ministerio de Hacienda y Función Pública reconoce como cierto que el Estado español carece de una estrategia global de prevención y lucha contra el fraude y la corrupción y es desalentador que se desaproveche esta oportunidad para extender los planes antifraude al conjunto de la actividad pública independientemente del origen de los recursos públicos que se gestionen. Es más, la llegada de los fondos europeos y las exigencias de garantías por parte de la UE para una gestión eficaz, eficiente y exenta de fraudes y corrupción, sería una magnífica oportunidad para que España se aproximara a los estándares europeos en materia de lucha por la integridad y la ética pública y las buenas prácticas en nuestro sector público.   La Orden ministerial a pesar de ser tan poco ambiciosa, ha suscitado sorpresa y controversias agudizadas por el plazo tan escaso que se concede a las administraciones para que presenten sus respectivos planes antifraude: 90 días que vencen a finales de este mes de enero. Una parte de este plazo ha transcurrido preguntándose los destinatarios qué es un plan antifraude, cómo se hace y quién lo ejecuta. Para las administraciones públicas la Orden crea nuevas funciones que deben ser integradas en un contexto funcionarial pésimo, de plantillas diezmadas por las limitaciones impuestas por las leyes presupuestarias posteriores a la gran crisis de 2008 que a lo largo de los años han creado una gran brecha en la transmisión de conocimiento y en la renovación generacional del factor humano institucional. En este contexto, cualquier nueva carga sin resolver estas carencias implica tensar todavía más las organizaciones públicas que, faltas de procesos de selección, renovación y formación de funcionarios de carrera han debido recurrir a las externalizaciones o a la figura de los interinos que han precarizado especialmente las administraciones locales, autonómicas y en menor medida la estatal. En este contexto todas aquellas administraciones o entidades públicas vinculadas que vayan a gestionar o ejecutar fondos del PRTR deberán disponer en el citado plazo de 90 días, de su correspondiente Plan de medidas antifraude que les permita garantizar y declarar que, en su respectivo ámbito de actuación, los fondos se han utilizado de conformidad con las normas aplicables y en particular a lo que se refiere a la prevención, detección y corrección del fraude, la corrupción y los conflictos de interés. A los efectos de definir los conceptos de fraude, corrupción y conflicto de interés, la Orden ministerial se remite a las propias normas de la UE y en particular a su Directiva 2017/1371[3] que circunscribe la corrupción a la conducta del cohecho o soborno a funcionarios en su sentido más amplio que incluye a las propias autoridades; el fraude, referido a las conductas de engaño y falsedad realizadas por los beneficiarios de los fondos en sus justificaciones; y el conflicto de interés a la existencia de un interés particular que prevalece e influye sobre el interés general desviando la acción de funcionarios y autoridades de sus objetivos públicos. A estas conductas, deberemos añadir las demás tipificadas en nuestro código penal como delitos contra la administración pública, especialmente la malversación, el tráfico de influencias, las negociaciones prohibidas a funcionarios o la propia prevaricación. La Orden establece una metodología a partir de un modelo test que arranca con la declaración al más alto nivel de cada administración pública de su firme compromiso de lucha contra el fraude y la corrupción; una autoevaluación donde se identifiquen los riesgos específicos, su impacto y probabilidad de que se produzcan en los procesos clave del desarrollo y ejecución del PRTR con un seguimiento de revisión periódica; y una estructura en torno a cuatro elementos del denominado ciclo antifraude: la prevención, la detección, la corrección de las conductas irregulares, la persecución y recuperación de los fondos indebidamente ejecutados. Asimismo, se infiere, aunque parcialmente, en principios y fundamentos que son propios de los planes de integridad tales como la transparencia, la existencia de un código ético y de…

Desincentivando el incentivo: ¿Qué nos mueve?

En 2007, un joven consultor disfrutaba de sus ascensos laborales gracias a su gran valía en computación. En mayo de 2013, decide abandonar su propio país para dar alerta de lo que, posteriormente, supondría una de las mayores irregularidades cometidas por una de las primera potencias económicas y militares del mundo: Estados Unidos estaba vigilando ilegalmente a muchos ciudadanos y autoridades de otros países, bajo la garantía del secreto de Estados. Su acción, denunciar públicamente y enfrentarse a las acusaciones y a una persecución, se llevó a cabo tan solo por “principios” [1], sin ningún tipo de incentivos. Para incrementar las probabilidades de que esas denuncias se produzcan, se utilizan una serie de incentivos que puedan facilitar la percepción de que, a través de esa acción, el individuo recibirá algo a cambio. “Hay que usar incentivos para favorecer o facilitar acciones particulares” [2]. Bajo ese lema, las economías intervenidas han delegado sobre los incentivos la función a la que ellos difícilmente pueden llegar por una falta de recursos sobre ciertos entornos. Si el Estado no puede, los ciudadanos que lo conforman pueden ser los encargados de llevar a la Justicia a aquellos que han incumplido las normas. Sobre esa base nacieron los cazarrecompensas (bounty hunter), agentes privados mayoritariamente americanos que recorrían el territorio recuperando fugitivos o ejecutando las finanzas, sin las mismas garantías y responsabilidades que las autoridades oficiales. El Dr. King Schultz acompañado de Django, recorriendo el territorio de Texas en busca de los criminales más buscados del sur de Estados Unidos nos recuerda como durante un tiempo fue el método más “eficaz” de impartir justicia. Parece una cuestión de agilización procesal, pero se ha convertido en una cuestión psicológica y social: nuestro diseño social ha sido transformado por nuestro sistema político y económico, por eso los incentivos tienen un mayor o menor efecto según donde nos encontremos. ¿Pueden estos incentivos económicos ser una persuasión a los ciudadanos?: podrían serlo. El peligro de los premios se ha materializado a lo largo de nuestra historia: desde los chivatazos durante el III Reich, hasta nuestra propia historia, en la que surgieron riquezas sobre terratenientes y miles de ciudadanos perdieron sus fincas por denuncias anónimas sobre la ideología política contraria de otros. En esa línea, lo que al inicio se concebía como un elemento de persuasión para atraer información, acabó convirtiéndose en un elemento de coacción Estatal, a través del cual el Estado ejercía violencia sobre unos pocos, con la colaboración de los otros tantos. Sin embargo, ha transcurrido un tiempo prudencial sobre el que los incentivos han evolucionado y han dejado de tener ese significado (al menos por ahora). Para lo que nos compete, el incentivo que aporta eficacia a la detección y corrección de las irregularidades administrativas o ilícitos penales se confunde con premios económicos a labores éticas. En un mundo ideal, todos los ciudadanos denuncian motu proprio aquellas irregularidades que presencian: un policía nacional me intenta sobornar para quitarme una multa, un alcalde contrata a su cuñada, o mi vecino del sexto piso no da de alta a su asistenta. Así parece ser el ejemplo que nos intentan transmitir desde la región nórdica, que barre bien su trinchera de actitudes inmorales sobre el propio territorio. Sin embargo, en el otro lado de la balanza, la región norteña del continente americano nos transmite que el mejor método para intentar llegar a un mundo ideal es otorgar cuantías económicas a los ciudadanos, porque, y siguiendo a Ruth W. Grant, esos incentivos “son los hilos que nos mueven”. Observados los números, en Estados Unidos se otorgan cuantías desorbitadas por denunciar tramas corruptas, llegando a hacer multimillonarios a muchos denunciantes de corrupción. ¿Son esos los hilos que les mueven? En nuestro territorio, teniendo en cuenta que carecemos de una regulación estricta a nivel nacional sobre estos puntos que hemos tratado, los denunciantes de corrupción declaran que no hay premio que supla sus carencias: el problema no está en el premio, está en la justicia. Nuestros incentivos no se parecen a los de nuestros vecinos, porque nuestra sociedad no es igual que la sociedad americana, nos separa el océano atlántico y diversos procesos históricos que han tenido influencia en nuestra evolución como sociedad. Por ese motivo y muchos otros, parte de la doctrina actual rechaza los incentivos económicos como forma de motivar a la sociedad, pero sin aportar respuesta al problema. Se rechaza “porque sí”, sin contribuir con posibles recomendaciones para otorgar incentivos a los denunciantes, cuando la realidad demanda elementos que incentiven esas denuncias. Varios estudios no solo ponen el foco sobre la justicia, sino también sobre la diferencia social que afecta a esa concepción: en territorios donde el coste de denunciar es mucho mayor, los premios económicos son la clave para desarrollar una política criminal adecuada contra la corrupción. Esa obligación “cívica” ciudadana de denunciar corrupción se convierte en algo que estorba al propio ciudadano, porque no conoce la repercusión que tiene la corrupción sobre su día a día, y le supone una carga difícil de afrontar, paliando ese aspecto negativo con recompensas económicas atractivas para las clases más bajas. Así lo explican Soares y Tenshin [3] cuando justifican la importancia de los incentivos económicos sobre países con una frontera amplia de clases, pero su inutilidad en aquellas sociedades donde no existe una marcada desigualdad. Mayor protección, garantía en el anonimato de las denuncias, terceros facilitadores de información, protección al entorno familiar, asesoramiento jurídico gratuito, asistencia psicológica y garantía de que el proceso no conllevará ningún coste para el denunciante. Estas podrían ser las medidas lógicas para tener en cuenta – sobre todo considerando que son, muchas de ellas, peticiones de los denunciantes de corrupción – pero hoy no se consideran porque no está en debate su figura, sino lo que se espera de sus denuncias, más allá de la inclusión de los canales de denuncia. Pero, para que esos canales de denuncia tengan un uso efectivo y no queden sobre lo que Concepción Campos identifica adecuadamente como “bla bla bla”,…

Planes Antifraude ¿Bla, bla, bla? AVAF

“Bla, bla, bla”…, con esta onomatopeya la activista Greta Thunberg resumía el resultado de la cumbre del clima de Glasgow, de la COP 26, en relación con los acuerdos alcanzados y el impacto real que tendrá en los objetivos perseguidos, en resumen, pura fachada y discurso vacío. Esta misma sensación es la que estoy teniendo yo con la exigencia de Planes Antifraude que establece  la Orden HFP/1030/2021, de 29 de septiembre, por la que se configura el sistema de gestión del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, con la que se pretende dotar de un marco de integridad a las entidades responsables de la gestión del Plan de Recuperación. Una reflexión previa. La inexistente cultura generalizada de planes/programas/sistemas de integridad o de Compliance (cumplimiento), y no sólo como un objetivo deseable desde la perspectiva de la cultura institucional de buen gobierno y de buena administración, sino también cuando existe una obligación legal concreta y exigible, como así sucede en materia de contratación. Como hemos señalado reiteradamente, la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP) recoge una clara apuesta por la integridad y, específicamente, en el art. 64 impone a los órganos de contratación el deber de tomar las medidas adecuadas para luchar contra el fraude, el favoritismo y la corrupción, y prevenir, detectar y solucionar de modo efectivo los conflictos de intereses que puedan surgir en los procedimientos de licitación con el fin de evitar cualquier distorsión de la competencia y garantizar la transparencia en el procedimiento y la igualdad de trato a todos los candidatos y licitadores. Obligación que, al margen de algunos ejemplos excepcionales, como el Plan de Integridad en la Contratación Pública del Ayuntamiento de Vigo (cuya consulta recomiendo) no se ha visto cumplida con carácter general, por lo que sigue siendo necesario contar con un robusto sistema de incentivos para el cumplimiento, y parece que en este caso, el acceso a la financiación que contemplan los Fondos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR) puede ser suficiente. O no. Antes de entrar en materia, la obligada crítica que merece lo selectiva que es esta obligación. Pues se enmarca exclusivamente como un deber para los proyectos y subproyectos en los que se descomponen las medidas (reformas/inversiones) previstas en los componentes del PRTR, y no para el conjunto de la gestión pública. Como si el destino de los demás fondos públicos, que se sufragan, en gran parte, con los impuestos de la ciudadanía, no fuera merecedor de garantizar su correcta utilización, para la defensa del interés general y la mejora de los servicios públicos. Se replica, de este modo, la técnica utilizada ya en su día por el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Esta norma pretendía fijar un marco de ejecución con el que evitar los obstáculos administrativos y los cuellos de botella detectados y que sólo merecen ser eliminados para esta finalidad, no para la gestión pública ordinaria. Planes Antifraude ¿obligatorios? La Orden Ministerial contempla en su artículo 6 la obligación de que toda entidad, decisora o ejecutora, que participe en la ejecución de las medidas del PRTR deberá disponer de un «Plan de medidas antifraude». La finalidad de esta imposición es que le permita garantizar y declarar que, en su respectivo ámbito de actuación, los fondos correspondientes se han utilizado de conformidad con las normas aplicables, en particular, en lo que se refiere a la prevención, detección y corrección del fraude, la corrupción y los conflictos de intereses, como refuerzo de dichos mecanismos y dando así cumplimiento a las obligaciones que el artículo 22 del Reglamento (UE) 241/2021 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de febrero de 2021, impone a España en relación con la protección de los intereses financieros de la Unión como beneficiario de los fondos del MRR. ¿Desconfianza en la gestión pública? No debemos verlo así, no se trata de una velada acusación, es de sobra conocido que la integridad constituye uno de los pilares que vertebran la gestión de la Unión Europea, que traslada e impone a los Estados miembros en la ejecución de los fondos. Existe un precedente claro, la gestión de los Fondos EDUSI, que había supuesto ya un paso adelante en relación con los estándares éticos en la gestión, al imponer distintas obligaciones, como la declaración de conflictos de intereses, contar con códigos éticos, comisiones y otras cuestiones. Pero ahora, con la exigencia de los conocidos como planes antifraude se da un paso más y esperemos que se extienda con mayor alcance que el PRTR. Aunque en realidad, el incumplimiento forma parte del ADN de nuestro modelo. Como  muestra,  un botón. El plazo para ejecutar las labores de transposición de la Directiva (UE) 2019/1937 Del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de octubre de 2019 relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, a pesar del tiempo transcurrido y de su inclusión en el Plan Anual Normativo, la ley de transposición ni está ni se la espera, en el plazo establecido, 17 de diciembre de 2021. Algunas observaciones de interés De la lectura de la Orden Ministerial se desprende el mecanismo de funcionamiento de los Planes Antifraude, pero hay un par de observaciones que debemos resaltar. La primera, el plazo. 90 días, qué osadía, cómo es posible elaborar un Plan Antifraude en tan poco tiempo. Yo le doy la vuelta a la pregunta, cómo es posible que en septiembre del año 2021 no tengamos un sistema de integridad en las administraciones públicas, cómo con un marco normativo en materia de transparencia y buen gobierno, con multitud de órganos autonómicos y locales, especializados en la prevención y la lucha contra el fraude y la corrupción, la primera reacción de la mayoría de entidades públicas, de sus responsables y empleados, ha sido criticar lo exiguo del…