Integridad pública: Dar prioridad a los intereses públicos por encima de los intereses privados. Alinearse con los valores, principios y normas compartidos por la comunidad. Ética pública: gobernar y gestionar lo público haciendo las cosas bien. La corrupción es todo lo contrario. Es la degradación de la ética y la integridad. Deteriora el Estado de derecho e impide su funcionamiento normal amenazando los principios constitucionales que lo inspiran, especialmente el del sometimiento de todos los poderes públicos al ordenamiento jurídico, el de la igualdad de todos ante la ley o la obligación de la Administración Pública de servir con objetividad los intereses generales de conformidad con el art. 103 de la CE. En una conferencia dentro de las actividades formativas de la Agencia Valenciana Antifraude, el catedrático de historia de la filosofía de la Universidad Complutense, José Luis Villacañas, afirmaba que la corrupción no solo nos roba dinero sino también la dignidad, a partes iguales, y su enquistamiento sistémico abre el camino a la tiranía y a la arbitrariedad. El malogrado y también profesor José Vidal-Beneyto sostuvo siempre que la lucha contra la corrupción es el desafío fundamental de nuestra democracia y llamaba a un movimiento general de reprobación contra las prácticas corruptas en el que se implicara la ciudadanía. El primer fiscal anticorrupción que tuvo España, Carlos Jiménez Villarejo, también en una conferencia pronunciada en Valencia con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, sostenía que el fenómeno de la corrupción en los Estados democráticos tiene causas estructurales que guardan relación con la organización del Estado, sus Administraciones Públicas y la ordenación de los poderes públicos. Entre otras, por la insuficiencia de los controles cuando abdican de sus funciones bien por pasividad, bien por complicidad más o menos encubierta. Y podríamos seguir con citas de otros estudiosos de la integridad y la ética pública, Victoria Camps, Manuel Villoria o Adela Cortina quienes confluyen en situar en el eje fundamental de cualquier sistema político y de gobernanza el deber de hacer lo que está bien desde la ejemplaridad de sus gobernantes. De nada sirve exigir al ciudadano comportamientos éticos y cumplimiento normativo si quienes están en la cúspide del poder no dan ejemplo. La integridad se construye por arriba y su efecto cascada impregna al conjunto de instituciones. El marco de la integridad pública en un Estado de derecho, proyectable a cualquier administración pública territorial o institucional, es un sistema jurídico que se edifica a partir del firme propósito de los respectivos máximos representantes por cumplir la ley y en consecuencia combatir la corrupción. Son necesarias normas legales seguidas de conductas ejemplares en su sólido cumplimiento. Sin normas y sin cultura de cumplimiento es imposible poner fin a las inercias que nos vienen de siglos de abusos y desvíos de poder y de apropiación de lo público en beneficio de intereses privados. Con normas, pero sin cultura de cumplimiento, le abrimos las puertas al cinismo social. Tampoco es bueno que los sistemas de cumplimiento que poco a poco se van incorporando se queden en meras formalidades dirigidas únicamente a salvar responsabilidades. El ciudadano siente la Administración Pública como la superestructura desde donde se debe dar servicio a las necesidades de la sociedad resolviendo los problemas que afectan al interés general. La buena gobernanza es el camino para luchar contra una de las lacras que más daño hace a la democracia y a la economía. La corrupción detrae recursos públicos para entregarlos a tecnoestructuras u organizaciones criminales que pueden incrustarse en nuestras administraciones y gobiernos. Según la OCDE entre un 10% y un 30 % de los grandes proyectos de obras se pierden por ineficacia de los controles y por mala gestión. Según el FMI, hasta 60.000 millones de euros pierde España por conductas corruptas o irregulares. Sólo, en malas prácticas en la contratación pública, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) cifra en 40.000 millones de euros estas pérdidas. Y por si no fuera suficiente, el Tribunal de Cuentas Europeo, detectó en 2013 que la construcción de 1000 m2 de autopista cuesta en España en iguales condiciones orográficas el doble que en Alemania. Hace pocos meses, la CNMC sancionó a las seis mayores constructoras españolas porque durante 25 años han estado concertándose para repartirse las adjudicaciones de los grandes contratos públicos… la lista de indicadores es interminable. Podemos sostener que en nuestro ecosistema público el interés general y el bienestar común ha estado en demasiadas ocasiones marginado en favor de intereses personales, corporativos o grupos de interés que, con estrategias de puertas giratorias, sobornos, tráfico de influencias, financiaciones ilegales de partidos, etc. han tomado decisiones al margen de los canales democráticos y los intereses generales, pensando únicamente en sus propios beneficios. El urbanismo depredador y especulativo, por ejemplo, dejó en mi tierra, Valencia, un reguero de esqueletos de hormigón y territorio convertido en eriales, destruyó el sistema financiero de toda una comunidad al hundir sus dos grandes cajas de ahorro y un banco, los tres centenarios. Y todo se hizo gracias a que muchas instituciones autonómicas, municipales o del propio Estado sucumbieron irresponsablemente al inmenso poder del beneficio rápido y la economía especulativa. Aún estamos pagando aquel castillo de arena que se derrumbó en 2008 al tener que asumir el Estado la deuda privada generada por tanta codicia e irresponsabilidad. Asimismo, buena parte de los servicios que la administración pública debe garantizar a los ciudadanos, han ido perdiendo con el tiempo su naturaleza de servicios públicos para pasar a ser concesiones privadas de gestión opaca y objetivo apetitoso para grandes empresas cuya capacidad de influencia y de poder son en muchas ocasiones superiores a la propia capacidad de las administraciones para controlarles o ponerles coto. Este desequilibrio se ha traducido en la captura de lo público por corporaciones que no rinden cuentas ante nadie y que extraen rentas de los ciudadanos a través de tasas y precios con escaso o deficiente control público. Como resultado de recientes actuaciones de la agencia que dirijo, tras la correspondiente…