La delgada línea entre la irregularidad administrativa y el delito en contratación pública
Desde hace varios años, se están resolviendo numerosos procedimientos de exigencia de responsabilidades penales a autoridades y funcionarios en materia de contratación pública. El delito más común es el de prevaricación en la contratación administrativa. Y es que, ya advertía Juan Bravo Murillo en la exposición que realizó a la Reina Isabel II, en el año 1852, del peligro de la contratación pública: “Señora: Autorizado competentemente por V.M., previo acuerdo del Consejo de Ministros, presentó el de Hacienda a las Cortes en 29 de diciembre de 1850 un proyecto de ley de contratos sobre servicios públicos, con el fin de establecer ciertas trabas saludables, evitando los abusos fáciles de cometer en una materia de peligrosos estímulos, y de garantizar la Administración contra los tiros de la maledicencia…». Pero, ¿cuándo estamos en presencia de una conducta delictiva y cuando no? Afortunadamente, no toda infracción administrativa, no toda irregularidad en la tramitación de un expediente, no toda omisión de un trámite legalmente exigido puede ser calificado como constitutivo de un delito de prevaricación. Pero la línea entre una irregularidad administrativa y un delito resulta un tanto difusa. El delito de prevaricación administrativa, según lo dispuesto en el art. 404 del Código Penal, hace referencia “a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”. La injusticia contemplada en el Código Penal supone un «plus» de contradicción con la norma jurídica que es lo que justifica la intervención del derecho penal. La jurisprudencia ha mantenido que para que una resolución administrativa se pueda calificar como delito de prevaricación, es preciso que su ilegalidad sea «evidente, patente, flagrante y clamorosa», llamando la atención sobre la cuestión de la fácil cognoscibilidad de la contradicción del acto con el derecho. Para apreciar la existencia de un delito de prevaricación, una reiterada jurisprudencia (ver SSTS 1021/2013, 26 de noviembre) ha señalado que será necesario: a) una resolución dictada por autoridad o funcionario en asunto administrativo; b) que sea objetivamente contraria al Derecho, es decir, ilegal; c) que esa contradicción con el derecho o ilegalidad, que puede manifestarse en la falta absoluta de competencia, en la omisión de trámites esenciales el procedimiento o en el propio contenido sustancial de la resolución, sea de tal entidad que no pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable; d) que ocasione un resultado materialmente injusto; e) que la resolución sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la voluntad particular de la autoridad o funcionario y con el conocimiento de actuar en contra del derecho eliminando arbitrariamente la libre competencia en un injustificado ejercicio de abuso de poder. En este sentido, no es la mera ilegalidad sino la arbitrariedad lo que se sanciona. Como vemos, la prevaricación administrativa comporta una “arbitrariedad a sabiendas”. No es suficiente la mera ilegalidad, pues ya las normas administrativas prevén supuestos de nulidad controlables por la jurisdicción contencioso-administrativa sin que sea necesaria en todo caso la aplicación del Derecho Penal, que quedará así restringida a los casos más graves (STS 359/2019, de 15 de junio). Y, si bien no toda ausencia de procedimiento aboca al tipo penal, la misma tendrá relevancia penal si de esa forma lo que se procura es eliminar los mecanismos que se establecen precisamente para asegurar que su decisión se sujeta a los fines que la ley establece para la actuación administrativa concreta en la que adopta su resolución. Son, en este sentido, trámites esenciales (STS nº 331/2003, de 5 de marzo). Para apreciar la contradicción del acto administrativo con el derecho, han manifestado los tribunales que: – se ha de tratar de una contradicción patente y grosera (STS de 1 de abril de 1996), – o de resoluciones que desbordan la legalidad de un modo evidente, flagrante y clamoroso (SSTS de 16 de mayo de 1992 y de 20 de abril de 1994), – o de una desviación o torcimiento del derecho de tal manera grosera, clara y evidente que sea de apreciar el plus de antijuricidad que requiere el tipo penal (STS de 10 de mayo de 1993), – o bien del ejercicio arbitrario del poder, cuando la autoridad o el funcionario dictan una resolución que no es efecto de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico sino, pura y simplemente, producto de su voluntad, convertida irrazonablemente en aparente fuente de normatividad, y el resultado es una injusticia, es decir, una lesión de un derecho o del interés colectivo, y cuando la arbitrariedad consiste en la mera producción de la resolución -por no tener su autor competencia legal para dictarla- o en la inobservancia del procedimiento esencial a que debe ajustarse su génesis (STS de 23 de octubre de 2000). Se podrá apreciar la existencia de una resolución arbitraria cuando omitir las exigencias procedimentales suponga principalmente la elusión de los controles que el propio procedimiento establece sobre el fondo del asunto (STS 743/2013, de 11 de octubre y STS 152/2015, de 24 de febrero, entre otras). Respecto del concepto de “resolución administrativa”, el Tribunal Supremo, en su sentencia de 24 de febrero de 2015, establece que dicho concepto “no está sujeto a un rígido esquema formal, admitiendo incluso la existencia de actos verbales, sin perjuicio de su constancia escrita cuando ello resulte necesario. Por resolución ha de entenderse cualquier acto administrativo que suponga una declaración de voluntad de contenido decisorio, que afecte a los derechos de los administrados o a la colectividad en general, bien sea de forma expresa o tácita, escrita u oral, con exclusión de los actos políticos o de gobierno así como los denominados actos de trámite (vgr. los informes, consultas, dictámenes o diligencias) que instrumentan y ordenan el procedimiento para hacer viable la resolución definitiva. ¿Es posible mantener que existe una criminalización del derecho administrativo?. La doctrina en algunas ocasiones ha mantenido que actualmente…