La piedra angular de cualquier estrategia de Estado en la lucha contra la corrupción reside en la protección de las personas que la denuncian. España, catorce años después de adherirse a la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, sigue sin hacer las reformas de su sistema legal e institucional y no garantiza la protección para quienes lo arriesgan todo al alertar de la existencia de prácticas corruptas en las instituciones públicas o en el ámbito de las empresas. Ahora, una Directiva de la Unión Europea, aprobada por su Parlamento, incide sobre lo mismo y exige a los Estados miembros, que todavía no lo hayan hecho, que adecúen sus leyes para crear canales seguros de alertas y sistemas efectivos de protección para los Whistleblowers. Para recordarlo y reflexionar sobre ello, el 23 de junio ha sido elegido por los organismos internacionales de lucha contra el fraude y la corrupción como el Día del Alertador.
La corrupción es una sangría por la que anualmente desaparecen de nuestro sistema económico 60.000 millones de euros, según estudios del Fondo Monetario Internacional; de los cuales, 47.500 de esos millones se pierden solo en el ámbito de la contratación pública, como señala la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, bien por sobrecostes, bien por mayores precios de los reales por ausencia de concurrencia y controles eficientes en la ejecución y cumplimiento de los contratos. Buena parte de ese inmenso caudal alimenta la economía negra con la creación de fortunas sucias que terminan en paraísos fiscales. La corrupción atenta contra el principio constitucional de igualdad y pone a las administraciones públicas al servicio de tramas oscuras. Una sociedad democrática que busca el bienestar y la felicidad de sus ciudadanos no debe permitir que esto siga ocurriendo. Los recursos públicos obtenidos a partir de los impuestos que pagan todos los ciudadanos solo deben servir al interés general y al beneficio de la colectividad.
Sin embargo, la ausencia de sistemas de integridad que regulen la gestión pública, de reformas legales que prevengan y luchen contra estas malas prácticas y, en especial, el alarmante déficit de ejemplaridad institucional, siguen fomentando la cultura donde la corrupción se considera como algo “natural” y quien la denuncia, un delator o un “chivato”.
Lo sabe bien la Agencia Valenciana Antifraude (AVAF), única institución pública del Estado español que por una ley del parlamento valenciano tiene entre sus funciones la protección de las personas que denuncian el fraude y la corrupción. Las dos decenas de personas protegidas, en los poco más de dos años de funcionamiento, son un corolario de situaciones, un indicador de que la corrupción sigue estando inserta en nuestras estructuras y de que son necesarias modificaciones importantes de nuestro sistema jurídico para que dejen de ser víctimas por cumplir con su deber, que no ha sido otro que defender una administración pública íntegra y al servicio del interés general.
El retraso de España en adaptar sus normas anticorrupción está provocando que se dicten sentencias como la reciente de un juzgado de Sevilla que condena a dos años de prisión por el delito de revelación de secretos a un trabajador, Roberto Macías, que hizo públicas las facturas que acreditaban la desviación de subvenciones de su sindicato cuando dichas facturas debían haber estado expuestas en su portal de transparencia habiendo debido perder por tanto, desde hace mucho, la condición de “información secreta”, y su revelación permitía recuperar decenas de millones de euros defraudados. Por el mismo tipo penal pero con mejor suerte, se persiguió a Hervé Falciani cuando la lista con todos los defraudadores fiscales que él entregó a las autoridades permitió a España recaudar centenares de millones de euros. La ausencia de eximentes o atenuantes muy cualificadas está impidiendo que empresarios que han sido extorsionados por tramas corruptas denuncien el funcionamiento de dichas tramas y de este modo se destapen casos que siguen latentes dentro de nuestras administraciones. Y, por si fuera poco, la insuficiencia normativa en la efectiva protección de los denunciantes, les conduce a un calvario de pleitos y demandas interpuestas con dinero público por autoridades y tramas corruptas que además de suponerles una ruina económica, les quiebra su vida personal y profesional. Nuestro actual ordenamiento jurídico desincentiva y disuade la denuncia de la corrupción.
La Directiva EU 2019/1937 de protección de las personas que denuncian infracciones del ordenamiento jurídico pretende precisamente evitar esto. Sin embargo, también lo pretendía la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción. Esperamos y deseamos que con la Directiva no ocurra lo mismo que con la Convención.
Fecha de publicación: 23/06/2020